Un pueblo en la historia
No hace mucho tiempo, en la década de los cincuenta, México era visto aún como lo que ya había dejado de ser. Los que lo miraban desde el exterior insistían en hacerlo a través de la gente de los países occidentales y claro, los resultados eran poco optimistas: “país semifeudal”, “agrario con escuálido desarrollo industrial”, “colonial o semicolonial”, ambos también, “estación de la metrópoli” o “en estado embrionario”. Los del interior persistían en una proclividad poco imaginativa: en observarlo con los ojos de los de afuera. Los primeros se embelasaban deshojando al México indígena y su inconfundible historia campesina. Los segundos preferían identificarse con el “interés nacional por superar el subdesarrollo”.
Los sesenta son la época de la expansión de las clases medias citadinas y de la emergencia de un nuevo proletario industrial. Es el tiempo de emigrar por millones a la ciudad, al hacinamiento. En el campo, las cosas transcurren de otro modo. En lucha sorda y nacional, bajo las formas más variadas de dominación, el terrateniente y el capitalista agrario –que se apropian directamente del producto del trabajo de campesinos y peones- vencen aquí, allá y luego en muchas partes la resistencia de ejidatarios y pequeños campesinos.
Más que ninguna otra, la década que se inicia con la huelga ferrocarrilera y que transcurre hasta la matanza de Tlatelolco yace desdibujada en las ciudades.
De 1958 a 1968 constituyen las crisis entre las cuales se manifiesta el México de transición. La de 1958, resultado del desplazamiento del nudo de las contradicciones políticas hacia la clase obrera industrial, resume el empeño derrotado y aplastado de importantes capas del proletariado por librarse de las tenazas de la burocracia fabril. La derrota de una clase, la obrera, engendra las condiciones del ascenso de otra, la media.
Por el sendero de la huelga
El 13 de febrero de 1958, cuando el presidente de la Asociación Nacional de Banqueros clamaba que la huelga de los telegrafistas no tenía “justificación legal” y que tolerarla equivaldría a “sentar un precedente”, nadie pensó que sus palabras resultarían proféticas. Esta vez, la “actitud de intolerancia” de los telegrafistas no sólo habría de sentar un precedente, sino que marcaría el inicio involuntario de un inolvidable movimiento huelguístico, el más importante del México contemporáneo. Unas cuantas semanas después, petroleros, maestros y ferrocarrileros seguirían el mismo camino.
Si los obreros exigían una “vida más digna”, no lo hacían con la intención de acrecentar las mejoras logradas en los años anteriores. Por el contrario, era la urgencia de resguardar sus conquistas lo que los incitaba a la protesta y a la huelga.
Si en las ciudades la situación era crítica, en el campo era dramática. Los jornaleros y los peones agrícolas deambulaban en vano de una región a otra en búsqueda de empleo. En 1956, año previo al estallido de la crisis, la agricultura nacional atravesaba ya por serios problemas y no precisamente de origen externo. Unos, latifundistas y terratenientes, preferían invertir en maquinaria e infraestructura (“los precios de afuera no son tan buenos y los de adentro no gozan de garantía”). Otros minifundistas, habían sido despojados en los últimos tres años de un 30% de los créditos usuales. El resultado final fue una sensible baja de la producción total. Con excepción del trigo y el café. La primera y evidente consecuencia de la crisis de la agricultura nacional fue el aumento de los precios de los productos de consumo mínimo de la población urbana. La segunda la congelación de salarios y la retracción del gasto, público; la crisis de la economía del país de 1957-1958, la más devastadora desde el cardenismo, era el resultado de la confluencia de dos grandes movimientos: la crisis mundial y la crisis de la agricultura nacional.
Durante el sexenio, Adolfo Ruiz Cortines y su séquito habían adoptado el camino tradicional para dar respiro a esta contradicción: el endeudamiento público. El gobierno fue obligado a adoptar su verdadera faz: realizó un cambio devastador en la distribución de los créditos agrícolas, los concentró en pocas manos, y remitió a los ejidatarios a los pasillos de la burocracia encargada de los asuntos agrarios. No se olvidó de pedir paciencia al campo. A los trabajadores urbanos les congeló el salario y las prestaciones. Retrajo el gasto público y lo canalizó hacia la industria manufacturera para “crear un clima favorable a las inversiones nacionales y extranjeras”.
“charros”, “charrísimo”, “charrazos”
el 21 de julio de 1948 el secretario de Hacienda, Ramón Beteta, cancela la paridad del peso con respecto al dólar. Días después, sobreviene la devaluación. En respuesta, el sindicato ferrocarrilero, el petrolero, el minero-metalúrgico, el de telefonistas y la Coalición de Sindicatos Industriales, llaman a un “paro general en el Distrito Federal para contrarrestar la política antiobrera yanqui del presidente Alemán. El 22 de agosto, los agentes del Estado Mayor Presidencial, encabezados por el coronel Serrano, y por ordenes expresas del presidente Miguel Alemán, toman por asalto los locales del Sindicato de Trabajadores Ferrocarrileros de la República Mexicana. El Comité Ejecutivo Nacional del STFRM es desconocido por el gobierno. Jesús Díaz de León, obrero ferrocarrilero “El Charro”, traiciona a sus compañeros y acepta colaborar con el presidente. Respaldados por las bayonetas, “los charros” (seguidores de “El Charro”), usurpan la dirección del STFRM. La intención de la alianza gobierno-“charros” es obvia: aplastar al grupo ferrocarrilero de Acción Socialista Unificada.
Desde aquella fecha, el “charro”, el “charrismo” y los “charrazos” pasaron a formar parte de la compresión popular del drama sindical.
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