Roger Bartra
En 1987 intelectuales españoles convocaron a un Congreso Internacional, denominado 50 años después, para conmemorar el Célebre Congreso de Escritores Antifascistas en Defensa de la Cultura que se celebró en Valencia, entre el 15 y 20 de junio de 1987, bajo la presidencia de Octavio Paz. El texto que sigue es la ponencia presentada es este congreso.
En medio de la guerra y la condición, algo parecía claro: era necesario defender a la cultura de sus enemigos fascistas, el mundo de los años treinta era sacudido por los conjuros de la guerra y la destrucción, en el que las ideas fácilmente obedecían a una convocatoria maligna: buscar al enemigo. Los enemigos se encontraron, levantaron en pocos años una pirámide de cuarenta millones de muertos y nos legaron la fría consigna que ahora algunos llaman posmodernidad.
Los intelectuales que se reunieron en el congreso para defender la república de las ideas contra el enemigo fascista, pensaron con razón que la cultura se encontraba amenazada. Se descubrió que el individualismo es a la cultura lo que la democracia a la política: aunque puede ser un elemento legitimador de la dominación, que se convierte también en un ingrediente subversivo y disolvente que nos llega por atajos hacía nuevas identidades múltiples. Hacia las pequeñas etnias.
La cultura moderna ha llegado a una nueva edad de oro, a una situación terminal en la historia del progreso y en el desenvolvimiento de las luces de la razón; especialmente en las prácticas artísticas exploratorias llamadas performances. En los happening de los años setenta algunos pintores comenzaron a ejecutar, actos rituales para presentar su obra, estaban naciendo un tipo de ceremonias que se extendió rápidamente.
Pero esta búsqueda de lo nuevo, en las fronteras extremas de la comunicación, condujo al curioso establecimiento de rituales colectivos con implicaciones sexuales, religiosas e incluso políticas.
La cultura oficial mexicana, para cubrir su desnudez en tiempos de penuria, ha enviado sus joyas y tesoros a la metrópoli del norte, sueña en pavonear los esplendores de su arte ante los ojos atónitos de bárbaros millonarios para enternecer el duro corazón industrial de los Estados Unidos. Y como siempre intente afirmar su identidad, mediante la confrontación con la cultura angloamericana y trata de fortalecer con ello la legitimidad menguante del sistema político mexicano.
La cultura oficial muestra al mundo 30 siglos de esplendor mexicano. Cultura oficial puede entenderse desde dos ángulos. En primer lugar hay una cultura que emana de las oficinas del gobierno y que impregna el ejercicio de la autoridad. Se trata de un conjunto de hábitos y valores que identifican el comportamiento de la clase política y burocrática mexicana: un enjambre de licenciados y líderes comparten un folclore y unas costumbres dignas de ser catalogadas cuidadosamente para almacenarse en las bodegas de los museos. En segundo lugar, nos encontramos con que en estas mismas oficinas gubernamentales se imprime un sello de aprobación a la creación artística y literaria, para reestructurarla de acuerdo con los cánones establecidos. Hay una estrecha relación entre el folclore de las oficinas gubernamentales y la forma que adquiere la reconstrucción oficial de la cultura mexicana; el conjunto puede verse como la práctica de un oficio mexicano.
Así el origen del arte mexicano actual debe encontrarse en la costa del Golfo de México y no en el Mediterráneo o en el cercano oriente. Contra las apariencias, se decreta que nuestra raíz está más en las figuras de lo códices prehispánicos que en los versículos del Antiguo Testamento.
El oficio mexicano se convierte en un oficio de difuntos. No es la modernización lo que está ocasionando su extinción, sino la posmodernidad: es decir, las tensiones ocasionadas por un exceso de modernidad, en un contexto de endeble modernización.
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